Era la primera nevada del invierno, los asturcones hundían sus fuertes patas en la nieve, que dificultaba su marcha.
Tras un par de semanas deambulando por las montañas para burlar a los romanos, estaban hambrientos y exhaustos, algunos niños habían muerto, aunque por el camino, se les habían unido en su particular éxodo algunos supervivientes de los castros que los romanos iban arrasando. Tarco, un astur tiburo, manco a la altura del antebrazo izquierdo, era uno de ellos; con su diezmado clan había vagado por las laderas hasta encontrarse con Vadur, al que, después de presentarle el debido respeto, pidió unirse a su gente, éste aceptó de buen grado y ordenó hacer un alto para descansar, calentarse y reponer los maltrechos estómagos, sobre todo los de los rezagados del clan de Tarco, compartirían su miseria con ellos.
-¿Que noticias tienes?.- Interrogó el bolgio, pues el tener que evitar caminos transitados y castros, lo tenía desinformado de la situación.
-Nos están aniquilando…todo el que intenta ofrecer la más leve resistencia es aplastado.- contestó resignado el manco, mientras roía un trozo de carne seca.
-El único grupo organizado que queda parece ser el tuyo, Vadur ya no nos queda nada… el ultimo castro en caer fue el de Tara…
-¡¡ La morada del dios del trueno!!- rugió contrariado Garabuyo.-¡¡Pero si allí no hay oro, solo druidas y curanderos!!¿ Que victoria es esa?.
– Una planta, para que no rebrote, hay que arrancarla de raíz… eso lo saben bien los romanos.- Sentenció Vadur mientras intentaba distinguir para orientarse entre la tormenta la oscura silueta del misterioso monte Sacer; según sus cálculos debían encontrarse al sureste del castro Uttaris.
-¡Nos vamos!… corred la voz, queda poco de luz, y aquí estamos muy expuestos…
La ventisca se recrudecía por momentos, apenas ya se podía ver a dos metros de distancia.
Se encontraban, desde hacía dos jornadas, en territorio ártabro, pero aún no habían visto ni rastro del campamento de Moula, tarea difícil, por las características de estos astures, de costumbres seminomadas, que buscaban valles abrigados en invierno, laderas soleadas en otoño y primavera o riveras de los ríos de montaña en el estío.
Vadur mantenía el grupo compacto, era una locura adelantar hombres de rastreo, a los ártabros no se les encontraba, eran ellos quienes lo hacían.
En su penosa marcha tenían ahora siniestros acompañantes: lobos.
Surgían de la oscuridad una y otra vez mordiendo las pieles que arropaban a los niños intentando arrástralos, pero los adultos blandiendo sus lanzas los mantenían a duras penas a raya; las fieras, como oyendo una orden precisa, cesaron el acoso y lentamente se fueron dejando ver, más de treinta, caminando despacio alrededor del asustado grupo .Sus miradas hambrientas y sus fauces babeantes delataban sus inmediatas intenciones. El jefe bolgio reaccionó con rapidez, ordenó colocar a los cada vez más nerviosos caballos en círculo y a los niños en el centro, pero la jauría estaba dispuesta a todo. Vadur contaba con buenos guerreros, pero la visibilidad era nula a media altura; desenvainó su espada y se puso rodilla en tierra para esperar el ataque, a ras de suelo los vería venir desde más distancia; el enemigo que ahora tenía enfrente mataba por hambre y no por codicia, por lo cual la desesperación se tornaba inteligencia.
Vadur alzó la mirada, un gran macho de lomo gris volaba hacia él, a dos metros de distancia del suelo en un descomunal salto. Todo ocurrió en décimas de segundo, oyó un silbido a su izquierda y el alarido del animal, que cayó inerte a sus pies con una gran flecha con penacho negro clavada profundamente.
-Son ellos… ya están aquí.-Dijo Garabuyo mientras observaba la extraña flecha.
-¿Quiénes? – pregunto el joven Tilego.
-Los ártabros – asevero Vadur poniéndose lentamente en pie.
De entre la ventisca, como cortándola con un cuchillo, aparecieron tres espectros, sus vestiduras no eran más que pieles de lobo cosidas entre sí, ojos claros y de baja estatura pero de complexión extremadamente musculosa, portaban arcos de más de dos metros de madera de tejo y unos toscos pero eficaces cuchillos en el cinturón, que usaban para despellejar las piezas de caza o para el tallado de flechas; apenas se les veían los ojos, pues los tenían casi cubiertos por la espesa y descuidada mata de pelo. Coincidió con su llegada, la huida en estampida de los lobos; para las bestias, los ártabros eran algo más siniestro que simplemente sus depredadores.
Se detuvieron a unos cuantos pasos de los bolgios. Aún estaban recientes las luchas entre ambas tribus.
-¡Soy Vadur, hijo de Cegio, del clan bolgio de Belua! – grito, clavando su espada en la nieve.
Por unos instantes solo se oyó el aullar del viento.
-¡Soy Xesta, hijo de Moula, del clan de Docia, ártabro como mis hermanos!
Contestó el cazador situado en medio, señalando hacia ambos lados y hundiendo su arco en la nieve.
-¿A quién debo la vida?
-Al símbolo de Bodo que llevas contigo, por supuesto.- le espetó Xesta sin inmutarse.
Garabuyo empuño su espada pero su jefe le cogió del brazo, conminándole a enfundarla.
-Dile a tus a tus hombres que se preparen, pasaremos la noche aquí, Vadur de Bérgida.- continuó Xesta sonriendo irónicamente.- Mañana nos seguiréis hasta nuestro poblado, está a una jornada de aquí.
El bolgio le hizo caso, no estaban en condiciones de poner reparos, después de todo, esa era la misión encomendada.
Después de una noche especialmente dura, y terminar los víveres que les quedaban en el desayuno, caminaron durante todo el día guiados por los silenciosos ártabros; la tormenta de nieve fue amainando, y los rayos de sol se fueron abriendo paso entre las nubes. El valle por el que transitaban se hizo nítido a sus ojos, solo los arroyos cortaban la blancura inmaculada del paisaje.
Remontaban el ruidoso cauce de un torrente, cuando uno de los hombres de Xesta, tomó una extraña caracola que colgaba en su cintura y la hizo sonar con fuerza produciendo un sonido ronco pero intenso. Al momento, se oyó otro como respuesta no muy lejos, fue entonces cuando alrededor de la caravana, como por arte de magia, docenas de ártabros se les unieron, armados hasta los dientes, y totalmente en silencio; eran alrededor de cien, Vadur les observaba de reojo al tiempo que debajo de su piel de oso asía con fuerza la empuñadura de su espada.
Ante la mirada inquisitiva del bolgio, Xesta le tranquilizó.
-Han venido acompañándonos todo el camino, hasta aquí…este es nuestro poblado de invierno, el valle del Córrago…
Ante ellos se extendía unas acogedoras montañas cubiertas de un ralo e inmenso bosque de robles, olmos y en lo más profundo, rojizos y pelados abedules, con infinidad de cabañas circulares a sus pies, construidas con troncos y totalmente recubiertas de pieles; frente a cada una de ellas, las hogueras crepitaban, iluminando el atardecer con tonos multicolores al reflejarse sus llamas en la nieve.
Un grupo de mujeres les saludaban desde el arroyo, donde lavaban tripas de cerdo, era ya la época del rito de la matanza a juzgar por los chillidos de dicho animal, que se oían por doquier en el poblado; a medida que se acercaban, podían oler la carne que se doraba en las lumbres.
Un gran grupo de aldeanos salió al encuentro de la comitiva, se acercaron a los niños, y los fueron cubriendo con pieles y lanas de oveja, haciendo gala de una gran organización se repartieron a los pequeños, teniendo en cuenta de no separar hermanos y tratándolos con una ternura inusual en esos oscuros tiempos de odio y muerte.
-¿Te das cuenta Garabuyo?, hasta hace poco éramos enemigos encarnizados, muchos de estos ártabros han perdido familiares o hasta hijos, probablemente incluso, a manos de los padres de estos niños. Esto hace que me enorgullezca de la sangre que nos une.
Sentenció Vadur, mientras observaba arrobado la escena.
Fueron conducidos a través del bullicioso campamento hasta una gran hoguera que, según Xesta, permanecería encendida durante el tiempo que allí durara el asentamiento; a su alrededor, todo eran preparativos para la cena, había muchas cosas que celebrar: el regreso de los guerreros, el solsticio de invierno y la presencia de huéspedes.
Los bolgios pudieron comprobar que, a pesar del crudo clima, esta tribu no vivía en la miseria; semienterrados en las brasas, se veían costillares enteros de cerdo y de oso, truchas, perdices y urogallos rellenos de setas sobre lajas de pizarra comenzaban a dorarse tomando un aspecto apetitoso, mientras, en grandes ollas de cobre se cocía jabalí con habas, había también recipientes de barro rebosando corzo aliñado con tocino rancio y orégano o conejo ensartado en espadas clavadas en todo el perímetro de la hoguera.
Todos se fueron acercando a las grandes mesas habilitadas para el evento, cubiertas con manteles de lino, donde las jarras de cerveza de centeno y tortas de pan de bellota se contaban por docenas.
Un anciano de aspecto venerable les hizo señas para que tomaran asiento, teniendo en cuenta siempre la helikía, al tiempo que unas mujeres les daban platos finamente labrados en madera de abedul. Este se irguió y todos guardaron un respetuoso silencio:
– Soy Moula – dijo-, sé de dónde vienes y cuál es tu misión…graves sucesos se han cernido sobre nuestra raza, por tanto, tus lagrimas son también las nuestras; sed bienvenidos, haremos todo lo que este en nuestra mano para que vuestra estancia aquí sea lo más cómoda posible… queda así establecido el pacto de hospitalidad entre nuestras tribus.
-Soy Vadur, y te doy gracias a ti y a tu tribu, en nombre de los míos y en memoria de los caídos en el Medulio; aceptó el pacto de hospitalidad… que el dios Bodo deje sobre tu pueblo paz y prosperidad, aquí tienes el colgante que lo representa y que los ártabros tenéis el honor y el deber de guardar.
El bolgio hizo llegar el dorado amuleto a Moula con gran ceremoniosidad, este lo tomó, y dirigiéndose a la enjuta mujer sentada a su derecha, concluyó:
-Docia, esposa mía, recibe la más alta responsabilidad que una astur pueda tener. Asimismo, queda establecido el pacto de hospitalidad entre todas las tribus aquí representadas…
Después del protocolo y los saludos de rigor, todos comenzaron a dar vítores y a dar cuenta del festín, que para los viajeros significaba mucho más que eso.
El ambiente se tornaba cada vez más distendido, sonaban ya las flautas y tamboriles de piel de cabra, haciendo bailar a muchos alrededor de la enorme pira.
La desconfianza y el posible rencor ancestral fue disminuyendo a medida que avanzaba la noche.
– Y dime Vadur – dijo el jefe ártabro, mientras le acercaba una jarra de cerveza – ¿cómo está Cegio, el más duro y noble de mis enemigos?.
El bolgio perdió su mirada en el infinito y como volviendo de un trance musitó:
– Murió defendiendo castro Bérgida con los pocos ancianos que quedaron; se hizo fuerte a entrada de las murallas, con su espada en mano, forjada con hierro de Uttaris, la cual apenas podía alzar, fue arrollado por la caballería, descuartizado delante de mi madre y hermanas, sus restos fueron arrojados a los perros de presa de los bretones…
Moula posó su mano sobre el hombro del compungido Vadur.
-¡Por todos los dioses!¡ Como me hubiera gustado estar allí con él! Por el contrario moriré de asquerosamente viejo.- Agregó escupiendo al suelo .- Si, Vadur, te doy la enhorabuena por la forma de morir de tu padre. La verdad es que no esperaba menos, fue el único que trato a mi tribu como astures, intentando convencer a Corocota de encontrarnos en los montes Vindio, zona más montañosa y defendible que el Medulio… pero todo es agua pasada, ¡Bebamos Vadur!, levantemos los vasos en honor a tu padre.
Un grupo de jovencitas se aproximó danzando y cantando, haciendo sonar los collares y tobilleras hechos con pequeñas conchas marinas. El bolgio pudo comprobar la extrema belleza de una de ellas, de figura esbelta, piel aceitunada y su cabello tan negro como el carbón de las fraguas, recogido en una floja trenza al uso de las solteras. La joven se abalanzó sobre Moula, dándole toda clase de muestras de cariño.
-Vadur, esta es mi hija Neve, tan encantadora como fiera.
Este, saludo con una leve y lenta inclinación de cabeza, todavía deslumbrado por la mirada de sus grandes ojos color miel.
Garabuyo tampoco era ajeno a esta situación, combatió espalda contra espalda infinidad de veces a su lado, incluso defendió en alguna ocasión su causa en peleas por asuntos de mujeres, era por tanto quien mejor conocía sus reacciones en estos casos, pero esta vez el brillo de sus ojos y la expresión de su cara eran totalmente desconocidas para él.
-Garabuyo, organiza a los hombres, mañana al rayar el alba saldremos por madera, construiremos cabañas… solidas cabañas- susurro Vadur sin apartar la mirada de Neve.
-¿Pero…?.
-Si compañero, pasaremos el invierno aquí.
-¡¡Eh Vadur!! Estas babeando como los lobos que nos atacaron – Gritó socarronamente Garabuyo, dándole una sonora palmada en la espalda, ante las risas y burlas de los bolgios. Todos comieron y bebieron toda la noche hasta la saciedad, como si el mundo se hubiera parado en ese sitio, como si no existiese la vida real, como si no les importara lo que pudiera sucederles en el futuro.
Los días fueron pasando en el valle del Córrago; para los astures errantes, tal vez fueron las semanas más tranquilas y dichosas de los últimos tiempos.
La nieve continuó cayendo sobre las montañas, pero estas eran ricas en caza y pesca. El joven Tilego aprendía con Xesta todo lo referente a ello, no se separaba del ártabro en todo el día, ya tenía su propio arco y hasta vestía como él; también pasaba largas horas con Garabuyo para aprender el manejo de la honda, o con Vadur, ejercitándose en el difícil arte del combate con la espada corta y la falcata; tras horas y horas de prácticas, había aprendido e incluso mejorado una las técnicas del bolgio para esquivar mandobles y contraatacar seccionando músculos vitales para la estabilidad de su oponente; era, a sus dieciséis años, una joven pero peligrosa máquina de guerra. Había visto tanta muerte y destrucción a su alrededor, que instintivamente estaba preparado para ello, a costa de una infancia normal de cualquier astur de su edad, más dedicados al pastoreo y a la caza menor.
Por otro lado, el jefe bolgio mostraba un inusitado interés por la pesca en el arroyo, donde Neve acudía todos los días a lavar, incluso a veces, prendas limpias.
-¿Te ayudo con el cesto?- Se envalentonó Vadur uno de esos días, al verla sin la compañía de sus entrometidas amigas.
Neve se acercó a él mirando nerviosa alrededor y tras darle el cesto, tomó la barbuda cara entre sus manos y le besó con furia mientras lo arrastraba hacia un chamizo que hacía las veces de almacén de hierba para el invierno, allí le fue desnudando ante el estupor del bolgio que se fue tornando pasión tras las caricias de Neve y la visión de su piel desnuda.
-Después deberás ayudarme a lavar, no entenderán que tarde tanto.- le susurró ella al oído mientras esbozaba una pícara sonrisa.
Moula y Docia soportaban con estoicismo las bromas de su pueblo por la pulcritud y limpieza con la que últimamente portaban sus vestiduras, menos Xesta, que, como buen guerrero ártabro, no se quitaba sus pieles ni para dormir, lo que acentuaba más el contraste con el resto de su familia; era una situación a todas luces cómica, en un poblado donde nada pasaba desapercibido dada la ociosidad que provocaba la larga estación invernal.
En las frías noches, mientras en el exterior de las cabañas aullaban el viento y los lobos, ambos jefes conversaban durante horas; Neve, arropada con una gran piel de oso, se quedaba dormida en el regazo de su madre que acariciaba su cabello con dulzura, mientras corregía a su esposo bastante a menudo, debido a la pérdida de memoria por su avanzada edad.
Las largas veladas eran llenadas con relatos de caza, viejos pleitos por ganado o sencillamente intentando ubicar a algún individuo de algún clan de cualquier castro, no poniéndose muchas veces de acuerdo ni en el nombre de sus progenitores o antepasados. Moula también relataba acontecimientos de su juventud y de la de Cegio, desconocidos incluso para su hijo Vadur:
-Recuerdo claramente,- comenzaba, mientras hurgaba con su espada en el fuego haciendo levitar cientos de chispas en la penumbra-… como una noche, durante la estación de siega, mi padre Dulovio, me hizo llamar para encomendarme mi primera acción de guerrero junto con los muchachos de mi edad del poblado, sirviendo también de rito de iniciación; los orníacos estaban conduciendo su ganado hacia las montañas, para buscar los pastos altos; se me ordenó ir, y traer con vida terneras jóvenes para cruzar con nuestros bueyes… pero para eso debíamos atravesar territorio bolgio, los dominios de tu abuelo y eso… eso ya eran palabras mayores.
Esa misma noche, mientras nos acercábamos silenciosos a castro Bérgida para bordearlo sin ser vistos, uno de mis hombres, el que cerraba la marcha, fue atacado por un oso, lo despedazó rápidamente, los demás subimos a los árboles y con la luz de una enorme luna llena acribillamos con flechas a la bestia, que rugía como el trueno mientras moría, delatando nuestra posición. Dentro de las murallas ya se habían encendido antorchas y las voces de alarma en el interior llamando a las armas se oían cada vez más numerosas; nuestra inexperiencia la pagamos cara, nos quedamos agazapados entre las ramas mientras que los habitantes de Bérgida oteaban desde las murallas armados hasta los dientes; al darse cuenta de que no existía ataque masivo al castro, decidieron salir en descubierta; nosotros al ver a los rastreadores que se acercaban, comenzamos a saltar desde los árboles para escapar. ¡Son los ártabros!!- gritaban- ¡¡Querían sorprendernos con la oscuridad, acabemos con ellos!!
¿Que podíamos hacer un puñado de jovenzuelos contra todos los guerreros bolgios?. Pues correr, y por todos los dioses que corrimos… alguno de mis compañeros aun lo debe estar haciendo ahora, incluso nos desprendimos de nuestras armas para aligerar peso… ¡¡ pongo al gran Cossua por testigo que fue la única vez que solté mis armas en combate!!… pero aun puedo oír silbar las flechas a mi alrededor; en plena carrera, volví la cabeza para ver la distancia que me separaba de mis perseguidores, varios guerreros lanzaban maldiciones mientras corrían por el mismo sendero, a un tiro de piedra de mí, y eso fue lo último que vi, pues algo se cruzó conmigo, creo que fue una rama, caí de espaldas y perdí el conocimiento.
Cuando me recuperé, mi situación había empeorado, varios bolgios me tenían sujeto por los brazos mientras otros me golpeaban con las tiras de cuero de sus hondas y reían; uno de ellos desenvainó su espada y asiéndola por el filo se la ofreció a otro, que, por su apariencia tendría mi edad, este la tomo y puso su punta en mi garganta… todos gritaban:
-¡Mátalo… Cegio… Mátalo!.
Yo, me encomendé a cuantos dioses conocía, pues aquel era sin lugar a dudas mi fin en la tierra de los vivos, pero ante la sorpresa de todos, incluida la mía, el muchacho bajo la espada y dijo:
– ¡No!… no seré yo el primero que mate a un astur desarmado, sería una deshonra cuando estuviera ante sus antepasados… vete ártabro, pero la próxima vez ten algo que corte en las manos, si no, pasare mi vida perdonando la tuya…
Los demás, me soltaron al momento, yo me fui sin mirar atrás, con la cabeza baja por la vergüenza, mientras todos se reían a carcajadas.
Tras finalizar su relato, Moula guardo un silencio revelador, sin duda los lazos que unían a ambos caudillos eran extrañamente fuertes, teniendo en cuenta la encarnizada enemistad que separaba a ambas tribus.
La pérdida de su oponente estaba afectando profundamente al jefe ártabro, pues desde que Vadur lo puso al corriente de la suerte de su padre, se le veía poco animoso e incluso más decrépito, y en todas las conversaciones, Cegio aparecía evocadoramente,
-Los guerreros que están en la tierra de los muertos, llaman siempre a los de su generación, en este mundo, para continuar su guerra en el otro…
Suspiraba Docia, con la voz entrecortada, y agua en los ojos.
