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Fernando ,jubilado de Cosmos, en La Nueva Crónica

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fer2013Fernando , jubilado de Cosmos, en La Nueva Crónica

Hoy agradablemente descubrimos en el diario leonés “ La Nueva Crónica” un relato titulado “Las tribulaciones ocultas de Tirso”, firmado por el casi “Toralense ” , Fernando Fernández Sánchez (Fernandin /  jubilado de Cosmos) , ya que debido a su trabajo “químico” en la fábrica , vivió (y vive ) muchos años en Toral.

Llegó a publicar aquí, y no es la primera vez, gracias a su participación en el “Taller de Escritura”, que el profesor Manuel Cuenya imparte en Ponferrada en las dependencias de la Universidad de León con sede en Ponferrada. Copia de El tejo en el Bierzo (41)

El primero que le fue publicado el día 3 de agosto de 2014 en la LNC , fue el titulado , “Viaje malogrado”, el segundo relato el que nos ocupa ,con matices amorosos, apareció este último domingo día 19 de julio de 2015.

Con anterioridad y con “Rojo, verde y azul” , participó en el concurso de relatos que la empresa Votorantím promovió con motivo del nonagésimo aniversario de la fábrica de Cementos Cosmos en Toral de los Vados. En dicho concurso obtuvo el segundo premio Gregorio Méndez (Goyo) con el título “Noviembre del 63”. El galardón fue para Raúl Méndez Martínez con el título “La huella del tiempo”. También había participado Carlo Álvarez con un relato donde se hacía una alabanza a la sirena de Cosmos.

AF2

 

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Imagen 001 [Resolucion de Escritorio]Las tribulaciones ocultas de Tirso

Con una estructura que nos hace recordar la ‘Crónica de una muerte anunciada’, de García Márquez, Fernando Fernández, nos introduce en el complejo mundo interior de su protagonista, Tirso, el cual se debate, como un personaje unamuniano, entre sus genuinos deseos y un sentimiento de culpa provocado por una educación religiosa

Fernando Fernández Sánchez

Yo lo sabía. Sus amigos llegaron a intuirlo y sus más allegados jamás sospecharon su infausto final. Hoy evoco con infinita Hoy evoco con infinita melancolía aquella desabrida mañana del mes de mayo, en la que Tirso, mi buen feligrés, apareció ahorcado. Su recio cuerpo colgaba de una sirga, que a menudo utilizaba cuando salía a pescar con la chalana. De todos los árboles, que pueblan la ladera situada en la margen izquierda del río que discurre por Vilapouca, Tirso eligió la rama más robusta de un longevo castaño que, desde ese día, permanece mustio.

Por aquellos días, y desde hacía bastantes años, ejercía de párroco en Santo Tirso de Vilapouca. «Don Celestino, lleva Usted ya tiempo suficiente en esta parroquia de Vilapouca, y nos conoce muy bien a todos los feligreses, ¿verdad?», reconocían muchos parroquianos a la salida de misa, entre ellos Tirso y su madre, quien le había transmitido a su hijo todo el amor y fe cristiana que ella irradiaba.

«Tirso conocía y amaba, como nadie, estas tierras», solía comentarme su madre Josefa. Por su parte, su padre Floro lo había adiestrado en las artes de pesca fluvial. «Desde pequeño siempre me acompañaba a pescar al río. No había trucha o anguila que se le resistiera. Era un crío muy vivo y aprendía rápido», presumía con nostalgia Floro, mientras jugaba la partida de naipes en el bar, situado al borde del río, frente aquella ladera poblada de castaños. Aún, meses después del triste acontecimiento, las alusiones a Tirso eran frecuentes durante el transcurso de todas las partidas en el bar.

«Todos en el pueblo conocíamos las cualidades de Tirso, y, allá por donde fuéramos, las chicas suspiraban por él cada vez que lo reconocían», recordaba con orgullo Pedro, uno de sus mejores amigos. «Era un buen chaval. Nunca conocí a otro tan fiel a sus amigos», remataba su amigo Ramiro, el cabrero.

Tirso era fornido, de manos recias y generosos pies, con una rotunda apariencia viril, que lo hacía muy atractivo para las mujeres. «Tirso era poco hablador, y sobre todo nada expresivo», solía decirme su novia Julia.

Tirso y Julia, vecinos desde siempre de Santo Tirso, habían comenzado a gustarse en plena adolescencia. Él, aunque fuera poco comunicativo, había logrado la complicidad suficiente para encariñarse con Julia, que era un año más joven que él, y una chica dulce, de personalidad abierta, segura de sí, de blondas y rollizas trenzas y, sobre todo, de carácter muy natural y espontáneo. Con el paso del tiempo, su amistad se volvió más íntima, y el cariño juvenil que iba creciendo entre ellos se transformó en un amor sensual y lleno de pasión. Sus encuentros, esporádicos y tímidos al principio, llegaron a hacerse habituales y buscados, aunque, eso sí, siempre discretos. Hubo un primer y tosco encuentro, que desató en ellos un terremoto emocional. Pasadas algunas semanas, y asentados sus sentimientos de manera cabal, buscaron, con la natural inconsciencia propia de su edad, otro encuentro, y más tarde alguno más. Por aquel entonces, Tirso y Julia eran menores de edad.

Afirmo con rotundidad que Tirso había sido educado por su madre en el santo temor de Dios (ese conocido don del Espíritu Santo que promueve el temor de ofender al Creador en su infinita grandeza). El amor de Tirso hacia su madre, y la fe en el Hacedor, que ella le había infundido con ahínco, hicieron que surgiese en su interior una necesidad de reparar la infidelidad cometida contra Dios. Por ello, Tirso proclamó, sin reservas y a los cuatro vientos, su inquebrantable voluntad de alcanzar el himeneo con Julia.

A partir de ese instante empezó el calvario con su familia, y lo que es peor, con la familia de Julia. Toda clase de trabas e impedimentos, dificultaban a Tirso avanzar en la remisión de la ofensa contra Dios. «Tirso, tranquilo. Es tu primera mujer. No te obceques. Conocerás a más, aquí en el pueblo, o en la capital, cuando vayas a estudiar», le argumentaba su padre Floro. Su madre, con infinita comprensión e impagable amor maternal, le animaba con dulces palabras: «Mi grandullón, deberíais daros más tiempo para conoceros mejor. Los ardores juveniles, propios de la naturaleza, no lo son todo. Amar, convivir y renunciar lleva tiempo, por tanto, tu decisión, medítala».

Fueron varias ocasiones en las que Tirso me dijo que se debatía entre la espada y la pared. El amor sincero que sentía por su novia, los frenos que imponía la familia de ésta, además de la acumulación de obstáculos y adversidades, empezaron a socavar su ánimo.

Su amigo Pedro, que lo conocía como nadie, intuía las razones por las que Tirso intentaba casarse con Julia. «Tirso era muy coherente. Confió siempre en su madre, pero estaba convencido de su voluntad. Creyó, así, no perjudicar a Julia», me dijo Pedro.

Todos sus amigos, en especial Pedro y yo mismo, éramos conscientes de cómo aquella fortaleza de espíritu de antaño en Tirso, decaía ahora, a ojos vista. Y comenzamos a temer que algo extraño maquinaba en su cabeza.

Y yo, como párroco de Cabarcos, empecé a escucharlo en confesión. «Don Celestino, no sé cómo podré borrar mi pecado de acostarme con Julia. Si ella aceptó fue por que confiaba en mí. La única manera de expiar mi pecado es casarme con ella. No hacerlo lo considero una infamia. Además la quiero y aprecio mucho», me decía.

Fueron muchos días en los que procuré hablar con Tirso para evitar que creciese en él ese sentimiento de culpa que comenzó en él, y reconducir su idea fija de matrimonio, ampliando el tempo para encontrar una salida más favorable a los intereses de ambos.

No fue posible. Los dolores de su alma fermentaron y, en aquella desafortunada mañana del mes de mayo, sus tribulaciones maduraron y los acontecimientos se precipitaron. Yo, me encontraba desayunando en el bar donde Floro acostumbraba a jugar la partida de naipes. La imagen de lo sucedido permanecerá congelada en mi memoria para siempre. La hermosa ladera poblada de castaños, que se levanta muy cerca del río, frente al bar, fue el lugar elegido. La tarde anterior, Tirso había acompañado a su amigo el cabrero, que cuidaba de sus rebaños, por entre los castaños centenarios. Eligió un singular castaño, el más resistente, para poner fin a su existencia.

Cuando su amigo Ramiro, el cabrero, se percató del suceso, bajó atropelladamente, casi volando, desde la ladera hasta el puente que se eleva sobre el truchero río Pinto, y todos los presentes en el bar escuchamos conmovidos cómo Ramiro gritó, gritó y gritó, casi ronco, pero con gran desesperación: «¡Tirso, Tirso, es él! ¡Subid rápido conmigo! ¡En una rama del castaño! En una rama…», farfulló. Entonces, la voz de Ramiro se quebró. Y el desgarrador llanto que siguió fue tan intenso como jamás se hubo oído otro igual en Vilapouca.

v Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la ULE (sede Ponferrada)



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