Listero, ra. Persona encargada de hacer la lista de quienes concurren a una junta o trabajan en común. (RAE)
Era una tarde de invierno. Era una tarde fría y poco agradable, como casi todas esas tardes de invierno en las que la noche se apodera rápidamente, demasiado rápidamente, de los últimos resquicios de luz diurna. Las calles estaban desacostumbradamente vacías y silenciosas. Pequeños rayos de luz se filtraban por los resquicios de alguna ventana. En las casas, serios rostros rodeaban los aparatos de radio o espiaban los escasos televisores a la espera de noticias. Se habían oído tiros en la capital, la Guardia Civil retenía a los representantes de la voluntad popular contra dicha voluntad, ruido de tanques, militares en la calle. Era una tarde de invierno como podía ser la de hoy, hace ya algunos años.
Habían elegido la casa porque se encontraba algo apartada de la calle y así podrían pasar más desapercibidos. Era importante que solamente los interesados tuvieran noticia de esa reunión hasta que los hechos no tuvieran vuelta atrás. Habían sido convocados esa misma tarde al conocerse los hechos que tenían lugar en la capital y, no sin ciertos nervios, poco a poco fueron llegando a la casa aprovechando las primeras sombras de la noche.
La reunión tuvo lugar en una habitación cerrada, con poca iluminación, no nos vayan a ver desde fuera dijo uno. Hacía frío y el ambiente era húmedo, por lo que nadie se quitó la ropa de abrigo. Se miraron con desconfianza aunque se conocían perfectamente, parecían sopesar por qué alguno de los otros estaba allí. En silencio fueron sirviéndose orujo y coñac que el dueño de la casa ofrecía. Alguno habló del tiempo.
El que parecía ser el jefe, al menos el que había convocado al grupo, llegó en último lugar, como debe ser en estos casos. Se sentó displicente y aceptó una copa de coñac que le ofrecieron. En silencio fue mirando una a una las caras que le observaban expectantes. No pudo reprimir una sonrisa. Levantó la copa y dijo ¡salud!, lo que fue correspondido por el resto. Tras el trago, y dejando transcurrir esos segundos de silencio que siempre domina el que sabe lo que va a ocurrir, el que parecía ser el jefe se dirigió a los demás, les dijo que les conocía, que sabía que eran gente de bien, personas de palabra y respeto, hombres como Dios manda, con dos cojones. Les habló de los tiempos gloriosos, de los años de paz vividos con el general y conseguidos con la sangre derramada por honrados y valerosos españoles a sus órdenes, refirió nevadas montañas, gloriosos amaneceres, camisas nuevas, escuadras, banderas… toda una vida feliz que ahora se veía truncada por políticos ladrones, aquellos rojos de siempre que pretendían destruir España de nuevo, demócratas de ocasión, vendepatrias, saltimbanquis de la urna, embaucadores de mansos. No, levantó la voz, los allí reunidos no eran mansos, eran toros de lidia, abanderados de la memoria del glorioso pasado. Ese día era el día, ese día, todos lo habían oído, las aguas volverían a su cauce, se acababa la barra libre, el libertinaje, el latrocinio. ¡Punto final! Puesto en pie, con el rostro algo congestionado por el discurso y el coñac, el que parecía ser el jefe volvió a mirar una a una las caras de los convocados.
No han aprendido nada, dijo tras un silencio, y os he llamado para enseñarles. Con un rápido gesto sacó una pistola del bolsillo de su abrigo y la depósito, con cierto dramatismo, encima de la mesa. Si en el glorioso treinta y seis no fueron suficientes, exclamó, ¡ahora iremos a por cincuenta!
Las caras de los convocados se movían entre la sorpresa y la euforia contenida, aunque hasta el momento ni una palabra había salido de sus labios. Algunos se buscaban los ojos, quizá para encontrar el ánimo que aún les faltaba. Ninguno dijo nada.
Trae algo para escribir, le dijo el que parecía ser el jefe al dueño de la casa. Una hoja de libreta y un bic azul con el capuchón mordido aparecieron sobre la mesa. Todos les conocéis, siguió, todos sabéis con quienes tenemos que dar un ejemplo que no se olvide. A ver, empezad a decir sus nombres.
Tras un momento de inquieto silencio, el que parecía ser el jefe dejó caer el primer nombre. Sí, era conocido, pensaron los demás, mejor empezar por ése, a fin de cuentas era un rojo significado. Tras unos momentos de duda, la voz tímida de uno de los condenados depositó otro nombre sobre la mesa. Las cabezas de los demás afirmaban en silencio, ése también. Las copas de coñac y aguardiente ahora se vaciaban con mayor rapidez. Al quinto nombre se dejaron oír algunas risas contenidas. El que parecía ser el jefe miraba a los demás con relajada satisfacción. Los nombres iban saliendo uno tras otro, con rapidez, con risas mucho más francas, hasta la lágrima en algún caso. Ese cabrón también, llegó a decir alguno. La hoja de libreta, con la lista de nombres uno encima del otro, se iba llenando con rapidez. Ya había cierta algarabía en el grupo que el que parecía ser el jefe cortó de golpe, ya tenemos a cincuenta, de momento es suficiente.
Rostros satisfechos miraban con atención la lista confeccionada. Nombres de vecinos, compañeros de trabajo, parientes, tanto hombres como mujeres, personas a las que conocían bien y hasta saludaban diariamente por la calle se encontraban allí escritos. Se lo merecían, no habían aprendido nada, la letra con sangre entra decían, pues con sangre iban a aprender otra vez.
Sabía que podría confiar en vosotros, dijo el que parecía ser el jefe, sabía que erais dignos de la santa misión que ahora vamos a llevar a cabo. Ahora iremos saliendo poco a poco y esperaremos a mañana, el ejército habrá tomado las calles y a los patriotas como nosotros se nos proporcionará lo necesario para imponer el orden. Tenéis que estar orgullosos, pocos, como en otras ocasiones, son los elegidos.
Poco a poco fueron saliendo a la oscuridad. El que parecía ser el jefe guardó la lista y salió en último lugar. El dueño de la casa cerró la puerta y se dispuso a limpiar cualquier resto de la reunión. Al día siguiente…
Pero esa noche no volaron elefantes blancos, ninguna autoridad, militar por supuesto, se hizo con las riendas del gobierno, los okupas del Congreso fueron abandonando el edificio, los tanques volvieron a sus cuarteles y las personas en sus casas abrieron las ventanas al sol de unas libertades que no les pudieron hurtar.
La lista y los listeros hicieron un discreto mutis, seguros de que nunca nadie sabría nada.
Años más tarde, sentado con uno que decían que si había estado allí, le pregunté por cierta reunión habida una tarde de invierno. Me miró con tristeza, movió la cabeza a los lados y musitó: son contos, rapaz.
NOTA: Este cuento no describe a persona alguna, es posible que tampoco describa reunión alguna, quizá estos hechos nunca tuvieron lugar o quizá fuese mejor que nunca hubieran ocurrido.
Unha aperta.
Miguel Ángel Fernández
Publicado : 23/02/2011
